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Peregrinos de Esperanza

  • Foto del escritor: fundaciondesanjose
    fundaciondesanjose
  • 28 feb
  • 3 Min. de lectura

En este año Jubilar la Iglesia nos pide trabajar para ir perfeccionando en nosotros la virtud de la esperanza.

 

Podemos comparar nuestra vida como una embarcación en el océano de nuestra existencia. ¿Quién maneja el timón de este barco?  Somos libres para escoger ese timonel o piloto, si nos creemos los dueños de este buque y confiamos en nuestras propias fuerzas, lo hacemos nosotros mismos; pero si reconocemos que es Dios el Señor que debe dirigirnos, le entregamos  el timón para que sea Él quien nos conduzca con su sabiduría.

 

La embarcación no siempre se moverá por aguas tranquilas, las circunstancias difíciles y pruebas que se nos presentan son vientos fuertes que producen oleaje y la hacen estremecer; es en estos momentos cuando el piloto debe detener el barco, soltar el ancla para que se agarre firmemente al lecho marino y así le dé estabilidad a éste.  El ancla es esa virtud de la esperanza que nos permite poner nuestra confianza en Dios, aferrarnos a Él, entregarle el timón si antes no lo habíamos hecho, para que siga conduciéndonos hasta llegar al puerto seguro de una eternidad bienaventurada.

 

Dios permite que pasemos por situaciones adversas para que nos ejercitemos en la virtud de la esperanza, es en estas circunstancias cuando sentimos la necesidad de acudir a Jesús, nuestro Salvador, así reconocemos que es Él quien debe tomar el timón del barco de nuestra vida y todo lo hará bien.  Nuestra esperanza es Cristo Jesús, por lo tanto, no pongamos nuestra mirada en el problema, sino en Él que sí tiene la solución.  Dios dispone todos los acontecimientos para nuestro bien; cuando se nos cierra una puerta, se nos abren muchas otras; por eso no claudiquemos, que nuestra esperanza permanezca firme porque sabemos en quién ponemos nuestra confianza.

 

En la Historia de nuestra Salvación nos encontramos con personajes que al perfeccionarse en la virtud de la esperanza, obtuvieron las promesas que Dios les había hecho. El primero de ellos fue Abrahán: Cuando tenía 75 años, el Señor le dijo: “Sal de tu tierra y vete a la tierra que Yo te mostraré; te bendeciré y haré de ti un gran pueblo”.  Él le creyó a Dios, a pesar, de que su esposa también era anciana y había sido estéril.

 

Después de un tiempo, cuando Abrahán tenía 99 años, Dios se le manifestó de nuevo e hizo un pacto con él diciéndole: “Serás padre de muchos pueblos, te daré a ti y a tu descendencia futura la tierra en que peregrinas, Canaán, como propiedad perpetua; y seré su Dios”. También le dijo Dios: “A tu mujer, Sara, la bendeciré y de ella te daré un hijo, le pondrás por nombre Isaac, estableceré mi alianza perpetua con él y con su descendencia futura.”  Aunque humanamente, estas promesas de Dios eran imposible realizarse, Abrahán continuó creyendo que eran verdades que su Señor sí tenía el poder para hacerlas realidad; su fe hacía que no se le acabara la esperanza.

 

Cuando Abrahán tenía cien años y Sara, noventa, Dios cumplió su promesa, nació Isaac.

El niño creció y cuando ya se hizo adolescente, Dios puso a prueba a Abrahán; llamándole, le dijo: “Toma a tu hijo, al que tú amas, a Isaac, y vete a la región de Moria.  Allí lo ofrecerás en sacrificio, sobre un monte que Yo te indicaré”.  Abrahán obedeció a Dios, siguió confiando en Él porque seguía conservando la esperanza de que Él no lo defraudaría y cumpliría su promesa. Llegó hasta el lugar indicado, ató a su hijo y lo puso sobre el altar encima de la leña, pero cuando empuñó el cuchillo para inmolarlo, Dios le dijo que no le hiciera daño porque ya había comprobado que él le había sido fiel y era merecedor de sus promesas.

 

Dios quiere mostrarnos, como lo hizo con Abrahán, que aun en las peores situaciones de nuestras vidas, cuando creemos que ya todo está perdido, Él se nos revela para tendernos la mano, para enseñarnos que siempre está controlando todas las situaciones y circunstancias; que debemos aprender a amarlo y a confiar en Él, para caminar en fe con la esperanza de que cumplirá todas sus promesas.


Con razón, Abrahán es llamado el “Padre de la Fe”, y es en la fe donde están los cimientos de la esperanza cristiana.

 

El Señor no quiere que vivamos de nuestro pasado, sino que vivamos el presente con fe y esperanza, abrazando siempre nuestra cruz alentados con la confianza que nuestra recompensa no será en esta tierra, sino en el Cielo que nos espera.

 

 


 
 
 

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